Publicado originalmente en inglés en Coastal Living.
ERAN LAS 4 DE LA MAÑANA CUANDO LLEGAMOS a Campo del Sur, la carretera que sigue la línea de costa en el Casco Antiguo de Cádiz, España. Después de ocho visitas, todavía me alegra llegar a esta esquina. Las calles estrechas de la Casco Antiguo explotan en una vista panorámica: una fila de casas de colores pasteles, torres de formas y alturas diferentes, la cúpula de ladrillo amarillo de la Catedral gigante. Al otro lado de la calle, las olas del Atlántico chocan contra un muro de piedra bajo. La escena se parece al Malecón de La Habana. Un poco más adelante, dos castillos del siglo XVIII marcan las fronteras de La Caleta, playa en forma de medialuna preferida por los gaditanos.
Estaba pasando la semana con una docena de músicos que cantaban durante el Carnaval en plazas y bares por toda la ciudad. Mis amigos, que crecieron juntos en el Barrio de La Viña, tenían citas cada noche desde las 9 horas hasta el amanecer. El último concierto de la noche fue en una cena en un club privado cerca del océano.
Mientras esperábamos en el amplio vestíbulo del club, uno de los componentes dijo: “Barry, esta vez vas a cantar con nosotros”. Cuando le advertí que no sabía las letras, mi amigo Silva dijo que él me enseñaría las primeras líneas de un pasodoble. Durante el resto de la actuación—explicó—yo podría gesticular en la última fila de músicos. Silva y yo fuimos al otro lado del vestíbulo, y nos acurrucamos juntos hasta que yo había aprendido de memoria las letras españolas.
A las 5, fuimos al comedor. Formamos tres filas que se parecían en tamaño y forma a las de un sello de correos. La canturía comenzó, e inmediatamente me di cuenta que es difícil gesticular de manera convincente. Entonces, ¡zas!, llegó el aplauso y se acabó.
Me acordé de mi primera visita a Cádiz 12 años antes. Pensé: Es un milagro que yo haya crecido tan cerca de estos hombres, y siempre haya estado tan encantado con su ciudad, y es por eso que seguiría volviendo una y otra vez.
EN 1998, ESTABA CAMINANDO por el embarcadero en el borde de La Caleta, que termina en un arco que divide la playa del Casco Antiguo. Cerca de allí, en un banco de piedra, se sentaron una docena de hombres de 20 años de edad, a cantar, mientras sus brazos reposaban cómodamente en los hombros y rodillas de uno y otro. Su canto me confundió con el de una llamada en coro. Cuando me acerqué a ellos para hablar, mi tartamudez severa me paralizó. Y así, sintiendo la tensión de una lengua extranjera, mis palabras se prolongaron más allá de diez segundos. Cuando hablé, se rieron burlonamente—pensé. Me fui, pero luego regresé a ellos. Y les dije: “Tengo un problema al hablar. Lo he tenido toda mi vida”.
Yo no sabía cómo ellos reaccionarían. Para mi sorpresa, admiraron mi coraje y me invitaron a su mundo. Luego me ofrecieron bebidas y las tripas anaranjadas de un erizo de mar. Durante las próximas dos semanas, me traían al meollo del Carnaval. Durante la tarde, nos sentamos en la playa y tratamos de reconfortar a los demás. Yo era educado pero sin raíces, consumado profesionalmente pero musicalmente inepto. Ellos tenían raíces profundos en La Viña; muchos no tenían empleo pero todos eran brillantes, musicalmente hablando. Por las noches me llevaban a las plazas donde sólo iban los gaditanos, aquellos sitios en donde residían bares al aire libre que vendían botellas frías de San Miguel, y en donde amigos cantaban espontáneamente.
Me sentía tan bienvenido que regresé al año siguiente. Y al otro, y luego otra vez. Durante mis visitas más recientes, he conocido a las familias de mis amigos y he observado como ellos han llegado a ser mejores como cantantes. Los he seguido a través de la ciudad en noches innumerables; bebiendo vino de Jerez y escuchando a la gente gritar con alegría y cantar. Más importante: he mirado como ellos han crecido, casado, y comenzado a criar a sus propios diminutos músicos carnavalescos.
Todo esto me lleva a comprender el valor de regresar a un sitio. Yo venía a Cádiz originalmente para sus 3.000 años de historia, su Carnaval increíble, y el sentimiento de la niebla salina en mi camisa mientras caminaba por el Campo del Sur. Ahora vuelvo por mis amigos, y por un momento de risa incómoda convertido en 14 años de hospitalidad y gracia.
Gracias a Michel Barbachán y Miguel Lara Hidalgo por ayuda con la traducción.
Chirigota Sosasión de dirertores actuando en Plaza San Francisco, Cádiz, febrero 2010.